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El superpoder de decidir

  • Foto del escritor: Camila Lambert
    Camila Lambert
  • 21 sept 2022
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 27 dic 2022

A simple vista, las decisiones forman ese tipo de recurso de la vida cotidiana que usamos de manera constante y casi inconsciente. Pero lo cierto es que, cuando se quiere profundizar en la naturaleza de cualquier fenómeno, es necesario detenerse a pensar, más aún en un mundo que tiene a la velocidad como conductora principal y, casualmente, el copiloto del camino es la inmediatez. Es en el preciso momento en que nos detenemos a reflexionar sobre nuestros actos, cuando caemos en cuenta del poder con el que contamos al momento de decidir, y de la inmensa repercusión que cada decisión tiene en nuestro entorno.

Una parada técnica a mitad de viaje, en medio del propio desierto, donde cualquiera vería peligroso frenar, bajo el amparo del cielo más oscuro y la más pura soledad. Una parada técnica de esas que no parecen necesarias, porque se podría seguir igual y así llegar más rápido a donde sea que se quiere llegar; pero es uno de esos descansos innegociables para quien necesita detenerse a pensar si el lugar de destino es el indicado, mirar el camino que le depara y reflexionar si las decisiones que está tomando realmente conducen allí donde quiere llegar.
Una persona. Al frente, un eterno camino oscuro: su propio camino.
A lo largo de ese gran sendero de oscuridad se iluminan cual luciérnagas las millones de oportunidades que tiene para elegir, oportunidades que se entregan por completo a merced del caminante en cada momento de su vida. Son posibilidades de elección que vienen a probar su inteligencia, su astucia, la firmeza de sus valores y la balanza que utiliza para medir qué es lo más conveniente en cada momento; oportunidades que le dejan elegir en base a sus criterios personales y, de paso, jugar a ser el arquitecto de su propio destino”.

Si hay algo que hacemos sin parar es decidir. Desde el momento en que elegimos la taza grande para desayunar y no la mediana, si azúcar o edulcorante, si encender o no el televisor, si dormir boca arriba o mirando para el costado, si ayudar a alguien o hacer ojos ciegos, si esforzarnos más en una tarea o mejor dedicarle nuestro tiempo a otra cosa, en fin... Hasta cuando dejamos que otro decida por nosotros, porque ya estamos cansados de decidir, estamos decidiendo.


Cada vez que elegimos algo se presentan opciones semejantes a un variado grupo de farolas de las cuales solo una se puede encender a cada paso. En esos instantes, prendemos luces que llevan a una dirección y dejamos apagadas otras. Es en base a esas luminosas decisiones que vamos orientando el camino de nuestra vida y dejando prendidas farolas que orientarán a futuros caminantes.


Cuando el que decide es el destino

Aunque es cierto que en muchas ocasiones, cuando los planes no salen como queremos y el contexto no satisface nuestros deseos, el control parece estar lo más alejado de nosotros. Allí se vuelve inevitable no pensar que las cosas ocurren porque tienen que ocurrir, que el destino ya está predeterminado en algún libro. Pero también es cierto que, siendo algunas situaciones incontrolables, hay muchas otras que no lo son: aquellas obras cuyos principales artistas somos nosotros.


Previo a decidir, siempre priorizamos algunos aspectos antes que otros, y así vamos cerrando una puerta y abriendo a la vez muchas más. Es en esos momentos cuando, casi siempre de manera inconsciente, hacemos uso del poder para crear la realidad y nos convertimos en arquitectos de nuestro propio camino.

El superpoder de decidir hecha un balde de agua fría sobre quienes creen que el destino es inalterable, que en la vida existe un techo y uno no puede romperlo, que nacemos predeterminados a vivir en una condición estacionaria donde cada cosa es y será como tenga que ser.


Sí. Cada quién será lo que tenga que ser. Pero eso no ocurrirá porque haya estado escrito, sino debido a que, tal como lo dijo el padre del existencialismo contemporáneo, “estamos condenados a ser libres”.


Si hubiéramos pedido la libertad como deseo antes de nacer, no podría habérsenos concedido de manera más plena. Y es que en realidad, visto el vaso medio lleno, la condena de Sartre simboliza un esperanzador rayo de luz en la oscuridad.


Nos traen al mundo, nos auxilian hasta que nuestro cuerpo se puede valer por sí mismo y lo demás empieza a correr por cuenta propia; y no hay pensamiento más optimista que el que entiende que el destino del hombre radica en él mismo: “Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros” (Jean Paul Sartre, 1960).


Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros

Efecto mariposa

¿Qué haríamos si supiéramos los efectos que tendrán a futuro cualquiera de nuestras decisiones? ¿Qué haríamos si pudiéramos volver el tiempo atrás y elegir distinto para evitar consecuencias que terminaron moldeando nuestro presente?


El protagonista de la película Efecto mariposa (2004) se enfrenta a este dilema. Un estudiante de psicología que tiene la capacidad que muchas personas dicen desear: poder viajar al pasado. Es esa habilidad la que le permite cambiar mínimas palabras o acciones (decisiones, en fin) de su pasado para crear un presente rotundamente distinto al que existió en un principio. La película plantea así, aludiendo a su título, cómo el aleteo de una mariposa en el otro extremo del planeta puede llegar a repercutir en el futuro de la humanidad.

Aunque, realmente, detrás de esa mera ilusión de viajar al pasado para cambiar el presente, la historia transmite un mensaje aún más profundo: una persona toma la decisión más acertada solo cuando confía en sí misma. Y si se quiere, la película también afirma lo que siempre supimos pero vale la pena recordar cada tanto: que lo único seguro en la vida es la muerte, y lo demás son decisiones que van a determinando el futuro propio y muchas veces el ajeno.


¿Y al universo qué?

Para el colosal universo visible, los humanos conformamos una especie comparable con la mismísima nada: diminutas personas, dentro de un diminuto planeta que existe dentro de una diminuta galaxia. Y la cámara podría seguir alejándose hasta hacernos desaparecer por completo del mapa.


Siendo así, ¿Qué repercusión podrían tener las decisiones de ínfimos individuos en un inabarcable espacio negro cuyo tamaño ocupa menos lugar que una gota de agua en la más inmensa mar?


Sucede que siempre, lo que desde afuera aparenta ser insignificante, se transforma en esencial cuando se lo vive desde adentro, bien de cerca. Así como el movimiento de un átomo es determinante para la composición de una molécula (y rara vez nos percatamos de ello), cada mínima decisión de todo individuo influye en el transcurso de su vida y la de su entorno.


Puede que la decisión de darle un plato de comida a alguien que lo necesita no afecte en lo más mínimo al curso de la historia. A quien sí afectará será a la persona que lo reciba, al estado de ánimo de quien elija ayudarlo desinteresadamente y, por consiguiente, al entorno de ambas personas. Una decisión tan simple como esa crea momentos, y ¿qué es la vida si no momentos? Instantes que ya sucedieron en base a nuestras elecciones y ya no pueden ser modificados. Porque el pasado ya pasó, pero lo que todavía no ocurre es lo que viene después de este instante, es lo que sí está en nuestro poder.


Siempre es ahora el momento de darle forma al futuro según nuestros propios anhelos, tomando nuestras propias decisiones, esas que no pueden ser catalogadas como correctas o incorrectas, sino como cercanas o alejadas de nuestro propósito de vida.


Siempre es hoy. Y, si en verdad hay algo que está predeterminado a suceder, al menos debemos saber que hoy podemos elegir de qué forma lo hará.







 
 
 

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