top of page

Palabras del tiempo

  • Foto del escritor: Camila Lambert
    Camila Lambert
  • 13 sept 2022
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 30 ene 2023

Si las palabras fueran el dinero cobrado a fin de mes por el trabajo de treinta monótonos y duros días, seguramente guardaríamos bajo llave cada una de las letras que usamos para expresar nuestros pensamientos. Dudaríamos varias veces antes de aseverar cualquier hecho sobre el que no tenemos argumentos válidos y pensaríamos con más detenimiento antes de pronunciar un comentario hiriente (para ahorrar palabras, aunque, al fin y al cabo, cualquier palabra dice más de quien la emite que de quien la acepta). Idealmente, evitaríamos compartir puntos de vista que no benefician a quien los recibe, no interrumpiríamos innecesariamente conversaciones para expresar una opinión personal que no enriquece, y tal vez, solo tal vez, pasaríamos cada palabra por el triple filtro que Sócrates propuso utilizar antes de hablar: que lo que digamos sea verdadero, bueno y útil.


Pero eso suena a una utopía de la Antigüedad (si es que alguien alguna vez logró aplicar la filosofía de Sócrates), un ideal humano que fue enterrado en el momento en que la reflexión y las palabras profundas le cedieron su lugar a las banalidades de la fugacidad moderna.


¿Es productivo el tiempo productivo?

La vorágine de la vida actual ha hecho que la importancia que alguna vez tuvieron las palabras, sea reemplazada por esa invención llamada “productividad”: un artificio que promete efectividad en el uso del tiempo a quienes sigan sus mandatos pero que, en realidad, acota al máximo las posibilidades de goce y roba el sentido de cualquier recurso que sirva para contemplar mejor las distintas realidades: exactamente lo que hacen las herramientas lingüísticas.

El ritmo de vida moderno ha transformado a las palabras y a la productividad en un combo escandaloso. Es que la pérdida de relevancia que ha sufrido la palabra no es más que una consecuencia del asalto mayor que ejecutó la tan normalizada productividad: la privación de nuestro tiempo.

Una sociedad que premia la velocidad, lo fugaz y lo breve, y castiga la pausa y la contemplación, fomenta cualquier cosa menos el buen uso de la palabra. Porque lo rápido hoy se viste con la ropa más atractiva, haciendo creer que sintetizar y abreviar es sinónimo de ahorrar tiempo, cuando en realidad, no existe tal ahorro si lo que sintetizamos es la vida misma.

Una sociedad que premia la velocidad, lo fugaz y lo breve, y castiga la pausa y la contemplación, fomenta cualquier cosa, menos el buen uso de la palabra.

Apuramos conversaciones por ir a trabajar, evitamos la sobremesa para terminar una serie, cortamos en seco a una persona que necesita un oído porque lo urgente le gana a lo importante, adelantamos audios de Whatsapp porque ya ni la inmediatez de lo virtual nos basta, y banalizamos cualquier conversación que está a punto de ser interesante por el miedo a no profundizar, porque es esa también una de las trágicas consecuencias de la fugacidad: el temor que genera la más mínima introspección que implica cualquier pausa o indicio de reflexión.


Sin ir más lejos, este mismo ensayo es todo lo contrario a una invitación a lo que conocemos como productividad. Los momentos de lectura, dudas, pensamientos o ideas que llaman a la reflexión, se alejan de lo que hoy entendemos por “aprovechar el tiempo”. La palabra escrita, frente a las millones de imágenes que genera el celular y la televisión, ha perdido relevancia porque el tiempo de pausa del que antes sí disfrutábamos se ha perdido, y es cada vez más difícil de encontrar.


La imagen audiovisual y la palabra

Las palabras demandan una cantidad de tiempo que las imágenes nunca pedirían. Por un lado, al momento de leer, la capacidad de pensar, comprender y relacionar conceptos se activa en nuestro cerebro haciendo funcionar áreas que solo se desarrollan con actividades como la lectura. Por el otro lado, cuando observamos imágenes, el cerebro recibe la información ultra procesada de antemano, evitando así el trabajo de imaginar, relacionar, suponer e incluso pensar sobre lo que estamos viendo. Contenido servido en bandeja.

Fuera del arte, la magia y las emociones que logran transmitir los productos audiovisuales bien logrados, es un hecho que el promedio de las imágenes digitales entrega construcciones de la realidad explícitas que no le dan lugar a la duda ni a la imaginación.


Giovanni Sartori expone en La sociedad teledirigida una concepción profunda acerca del fenómeno actual de la imagen. En su libro, el politólogo plantea que el homo sapiens (hombre racional, pensante) se ha transformado en un homo videns (hombre dominado por la imagen antes que la palabra), principalmente debido a la cultura audiovisual que cada vez adquiere más poder en la vida de las personas.


Las líneas que Sartori dedica a la subordinación de la palabra a la imagen, dan claros indicios de una disminución cada vez más notable de nuestra capacidad de reflexión. Así, si seguimos convirtiéndonos en una enorme pero dócil masa de gente controlada por la revolución tecnológica visual, la aptitud de pensamiento e imaginación que nos caracteriza como especie podría correr riesgo de muerte.


Las palabras son del tiempo

El tiempo, característica intrínseca de la palabra escrita y hablada, es el instrumento indispensable que toda persona requiere para explayarse a la hora de hablar y ser escuchada, para escribir y ser leída y, al fin y al cabo, para existir. Las palabras, por su parte, son la otra herramienta sin la que nada de lo que conocemos hoy existiría: nunca hubiera sido posible la comunicación entre humanos sin las palabras, ni el consenso para organizar sociedades o evitar guerras, y hasta el propio pensamiento correría el riesgo de no existir si nunca se hubiera inventando el lenguaje. Así, el tiempo y las palabras terminan siendo un dual inseparable que le da vida a la humanidad.

Es ese mismo tiempo, estructura abstracta sobre la que se apoyan las palabras, el que pierde su esencia en la lucha contra la velocidad.

El fundamento último del tiempo es la necesidad de una duración considerable para suceder, y eso es justamente lo que le hemos quitado. Las palabras requieren de tiempo y el tiempo muere en la fugacidad.

Las palabras requieren de tiempo y el tiempo muere en la fugacidad.

Hoy hasta lo lento debe suceder rápido. Entre tanta inmediatez, pocas personas se frenan a pensar lo que realmente disfrutan para dedicarle más horas a ello; pocas encuentran tiempo para sentir la frescura del pasto en los pies, el calor del sol en la cara y disfrutar de una conversación sin prisas; ya no hay tiempo para detenerse y pensar qué significa verdaderamente lo que un otro nos quiere decir con sus silencios y su mirada, detrás de todo un entramado de comentarios sin rumbo. Y en nuestro afán de apurar cada situación para ahorrar tiempo, la ironía menos pensada se hace realidad y terminamos por perder el tiempo.

En el afán de apurar cada situación para ahorrar tiempo, la ironía menos pensada se hace realidad, y terminamos perdiendo el tiempo.

La actualidad empuja al tiempo al vacío y en ese empujón también mueren las palabras.


Suena trágico, sin duda. Una humanidad vacía de palabras retrocedería siglos de avances y no auguraría más que terribles pronósticos. Sin embargo, algunas palabras (¿qué otra cosa si no?) de Leonard Cohen ayudan a vislumbrar esperanzas: "Hay una grieta en todo, solo así ingresa la luz". Y es que en la desgracia radica a veces la salvación. Es posible devolverle a las palabras el lugar de culto que merecen, pero eso requiere quitarle protagonismo a la productividad y al tiempo inconsciente.


Sin palabras no hay problema que se pueda resolver, malentendido que se pueda aclarar o situación que se pueda contextualizar. Sin palabras cualquier sensación humana se queda sin uno de sus medios más importantes de expresión. Es por eso que los seres humanos no funcionamos sin palabras y, a su vez, las palabras no funcionan sin un espacio de tiempo considerable donde puedan expandirse y abrazar cada oído que tocan.

Los seres humanos no funcionamos sin palabras y, a su vez, las palabras no funcionan sin un espacio de tiempo considerable donde puedan expandirse y abrazar cada oído que tocan.

Las palabras han sido y siguen siendo el código más efectivo para expresarnos, emocionarnos, aclarar, comunicar, transmitir realidades y darle vida a una situación incomprensible. Nosotros, como seres humanos, tenemos a nuestra entera disposición ese recurso gratuito, uno de los más fascinantes que ha existido en la historia.


Pausemos un poco el tiempo, tal como era antes de todo este torbellino de celeridad, y cedámosle el protagonismo a la palabra; pero no a la palabra hiriente, veloz y vacía, sino a aquella poderosa forma abstracta que requiere de tiempo, escucha y entrega con el otro; esa palabra que, sin tocarnos físicamente, es capaz de emocionar, trascender y mejorar la realidad de cualquier mundo.

 
 
 

Comments


ENTREMÉS

Formulario de suscripción

¡Gracias por tu mensaje!

ENTREMÉS, Percepciones al desnudo. 

bottom of page