¿Normalizar para sobrevivir?
- Camila Lambert
- 19 jul 2022
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 16 mar 2023
Cada vez que una situación nos sobrepasa y supera nuestros límites, el control que creemos tener de la vida se desvanece, y el recurso más utilizado para no luchar contra lo inevitable suele ser la normalización. No se trata de resignarse o acomodarse; en todo caso, es aceptar que a veces pasa lo que tiene que pasar, que en algunas ocasiones conviene adaptarse a situaciones que no nos gustan pero que son más llevaderas si las normalizamos.
Sin embargo, no siempre normalizamos situaciones de manera consciente, siendo partícipes activos de nuestras decisiones y eligiendo con total libertad la forma en que vivimos. Siendo así, el análisis sobre el proceso de la normalización se torna interesante cuando entra en juego el modo automático tan característico de la vida moderna ¿Somos conscientes de la cantidad de veces que normalizamos hábitos aparentemente inofensivos , que terminan moldeando nuestro estilo de vida? ¿Es conveniente normalizar situaciones poco gratificantes para vivir (o sobrevivir) a un mundo repleto de imposiciones ajenas? Y en este caso, ¿sirve de algo esforzarnos en analizar los hábitos nocivos que incorporamos a nuestra rutina? ¿O acaso es mejor dejar todo como está para no desacomodar las estructuras?
El balance de normalizar: pros y contras
Por un lado, ante situaciones que exceden nuestro control, el proceso de normalizar actúa como un recurso de supervivencia que permite sobrellevar el día a día y evitar vivir buscándole el pelo a cada huevo que se nos cruza. Es que, teniendo en cuenta que vivimos en comunidad con otras personas, no se puede pretender que siempre todo salga como uno quiere. Por eso está bien normalizar un ruido que otra persona hace y nos molesta, una forma de vestir que no va con la nuestra o estilos de vida ajenos que discrepan con los propios, entre otras tantas formas de entender a la diversidad. Aquí, el hábito de normalizar se transforma en un recurso que promueve la vida en sociedad.
El hábito de normalizar es un recurso que permite vivir en sociedad.
Por el otro lado, la normalización actúa como una excusa que el cerebro utiliza ante la pereza de pensar. Esto ocurre cuando la elección es siempre matar el tiempo con una película de fondo antes que ahondar detenidamente en un libro; cuando nos alimentamos rápido y de manera poco saludable, en vez de elegir con autonomía lo que permitimos que ingrese a nuestro cuerpo, un cuerpo sin reemplazo; o cuando consumimos un atisbo de la realidad a través de la televisión y las redes sociales, en vez de salir a buscar la vida a la calle con nuestros propios ojos, fomentando el desarrollo del juicio propio y eligiendo el lente a través del cual veremos la única vida que tenemos para vivir.
No se trata de demonizar a la película, a la comida chatarra o a las redes sociales; más bien, lo nocivo es la comodidad de no preguntarse si es eso lo que realmente queremos, lo nocivo es no cuestionarse si esas elecciones son propias o impuestas. Lo nocivo es preferir siempre lo fácil y rápido, algo que nos puede llevar a vivir sin contemplar el preciado tiempo que se agota mientras la vida pasa.
Preferir siempre lo rápido, lo fácil, lo automatizado, nos puede llevar a vivir de manera inconsciente, sin contemplar el preciado tiempo que se agota mientras la vida pasa.

Siendo así, la pregunta se centra en el acto de normalizar en sí: en cómo nos habituamos a imposiciones externas con una falsa idea de libre albedrío. Bien diría Theodor Adorno, autor de la teoría crítica alemana, "La industria cultural (difundida por los medios de comunicación) especula con el grado de consciencia e inconsciencia de los millones a que se dirige. Intenta hacernos creer que el consumidor es un sujeto que elige objetos para consumir, cuando en realidad él es el objeto".
Así como normalizar el hábito de hacer ejercicio físico con constancia puede ser beneficioso, normalizar actividades perjudiciales de manera inconsciente, probablemente no lo sea. Normalización y hábito son dos palabras que se interrelacionan continuamente, pero que difieren mucho a la hora de aplicarlas, porque no todo hábito es bueno, por tanto no todo hábito debería ser normalizado.
Que la mayoría de la población navegue todo el día por las redes sociales hace creer que vivir pegados al celular es algo normal; habituarnos a escuchar ruidos, propagandas y música durante todo el día nos lleva al extremo de no poder identificar cuándo el cuerpo necesita silencio; normalizar la vida de prisa que nos obliga a correr hacia quién sabe dónde, hace que ya no sepamos qué es lo que queremos alcanzar y terminemos resumiendo nuestra vida a una ruta circular que alimenta el propósito de cualquier otra persona, menos el nuestro. Normalizamos lo anormal por costumbre, en modo automático y sin plantearnos si realmente lo normal es sinónimo de lo correcto para cada uno.
Normalizamos lo anormal por costumbre, sin plantearnos si lo normal es sinónimo de lo correcto para cada persona.
Normalizar para sobrevivir
Un estudio de la Universidad de Londres concluyó en que se necesitan, en promedio, 66 días para adquirir un hábito, y es un promedio en su máxima expresión, ya que no requiere el mismo tiempo y esfuerzo habituarse a comer un poco de chocolate todos los días, que lograr el hábito de meditar una hora por día. Por otra parte, según el libro El poder de los hábitos, se necesitan 30 días de repetición continua para transformar una acción en hábito. Esto señala que, dependiendo la dificultad de la tarea, si repetimos una acción durante 30 días constantes, probablemente esa actividad o situación que antes estaba fuera de nuestros esquemas, pasaría a convertirse en una nueva normalidad y no requeriría de mayor esfuerzo para ser realizada, porque una acción se convierte en hábito cuando el esfuerzo físico o mental para ejecutarla es mínimo.

Cuando intentamos aprehender acciones que promueven nuestro bienestar, pero que requieren lidiar con ciertos demonios exclusivamente a través del esfuerzo propio, la formación del hábito se hace cuesta arriba, casi imposible. Empero, cuando de afuera se nos imponen situaciones que tientan a activar el pensamiento mecánico, nos cruzamos de brazos con resignación y normalizamos, con una rapidez impensada, lo que elegimos aceptar como el destino que nos tocó. Así, sin más. He aquí el peligro de la normalización como un estilo de vida.
Es que más allá de lo útil que resulta de normalizar hábitos saludables, en el juego de la normalización, el riesgo hace desaparecer al beneficio en el preciso momento en que nuestro cerebro asimila como normal aquellos actos nocivos a los que frecuentemente lo exponemos.
El beneficio de la normalización desaparece cuando el cerebro asimila como normal los actos nocivos a los que frecuentemente lo exponemos.
Desde recibir de brazos cruzados un golpe o una palabra hiriente a fin de evitar una pelea, hasta normalizar el silencio propio en una conversación grupal porque siempre hace ruido el más bullicioso. Desde justificar un asesinato por la naturaleza humana, hasta consumir alimentos, ruidos, productos y noticias vacías tan cotidianamente como consumimos oxígeno.
Llegado este punto, vale preguntarse: ¿se mantienen intactos los beneficios de la normalización cuando, en vez de usarla en pos de incorporar buenos hábitos, lo que hacemos es percibir como normal que un solo país del mundo consuma el 30% de los recursos del planeta, mientras que un continente entero no puede satisfacer las necesidades básicas de su población? ¿Es normal que el uso excesivo del celular nos haya robado los momentos de silencio que se generan en una conversación o esa mágica mirada entre dos que incomoda a los individuos inquietos e irreflexivos? ¿Es normal que hayamos hastiado a nuestro cerebro con tanta tecnología, al punto de hacerle creer que no puede sobrevivir sin conexión por más de un día, o que un momento que no es compartido en las redes sociales, prácticamente no existe? ¿Es normal normalizar una vida repleta de consumos que ya no dejan espacio a ningún pensamiento existencial?

Ya sea que no intentamos cambiar estas situaciones por conveniencia, comodidad, resignación o, como planteaba en un principio, para sobrevivir en un mundo en el que se vive en sociedad. Sea lo que sea, lo mejor es preguntarnos si realmente aceptamos estas normalidades con libre albedrío, es decir, porque así lo queremos y así lo elegimos.
Aún así, bien sabido es que no hay un equilibrio entre el poder de elección del individuo común y las posibilidades entre las cuales se le permiten elegir. Porque, dentro del funcionamiento del sistema consumista actual (que se denomina "normal") ¿son realmente equitativas las bases y condiciones a las que rechazar implicaría quedar fuera de casi todo tipo de interacción social? ¿O más bien se nos impone, a través de falsas necesidades, algo que nuestra naturaleza nunca pidió? Porque si así fuera nuestra cotidianidad (una imposición a la cual nos sometemos conscientemente), entonces para nada alejada estaría la concepción de la vida como una rueda de hámster que gira sin cesar, y en la que nos la pasamos corriendo, buscando satisfacer anhelos infundidos por otros que, con nuestra aparentemente inocente normalización, terminamos por cumplir creyendo que son los nuestros.
El modelo de vida productivo, la desigual distribución de los recursos y hasta el cambio climático conforman situaciones globales que muchas veces exceden nuestras fuerzas y nos atan de brazos en la impotencia de nuestra individualidad. Aún así, la normalización que a diario elegimos habitar o no, es la que tiene el poder de potenciar o debilitar esas actividades a las que nos hemos acostumbrado con total indiferencia y que solo promueven placeres efímeros con consecuencias profundamente nocivas.
La normalización tiene el poder de potenciar o debilitar las actividades que promueven placeres efímeros con consecuencias profundamente nocivas.
Normalizar es el puntapié con el que todo cambio comienza y es el refugio donde sobreviven nuestros hábitos. Normalizar puede ser beneficioso, siempre y cuando observemos, analicemos, cuestionemos y nos planteemos si aquella práctica que va a comenzar a pasar desapercibida en nuestra rutina, es verdaderamente provechosa.
Cualquier hábito, tradición o costumbre, por más global y anticuado que sea, comienza a cambiar en lo pequeño, en lo cotidiano, en lo personal. Es por tanto nuestra decisión de normalizar una situación o no hacerlo, la que definirá de a poco una buena parte del futuro.
"¿Es normal que hayamos hastiado a nuestro cerebro con tanta tecnología, al punto de hacerle creer que no puede sobrevivir sin conexión por más de un día, o que un momento que no es compartido en las redes sociales, prácticamente no existe?" Me gustó mucho eso. Esta sociedad está cada vez más obsesionada con compartir todo lo que hace, sobre todo si eres "medio influencer". La necesidad de atención está en su peak. La validación externa es un arma de doble filo, y de hecho sabotea muchas veces nuestra propia autoestima. Escribes lindo Cami, te felicito.